Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1880-1881 (Cortes de 1879 a 1881)
Sesión: 19 de enero de 1881
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 13, 221-228
Tema: Contestación al Discurso de la Corona

El Sr. PRESIDENTE: Continúa la discusión pendiente sobre el proyecto de contestación al discurso de la Corona. (Véase el Apéndice segundo al Diario núm. 4, sesión del 8 del actual; Diario núm. 5, sesión del 10 de ídem; Diario núm. 6, sesión del 11 de ídem; Diario número 7, sesión del 12 de ídem; Diario núm. 8, sesión del 13 de ídem; Diario núm. 9, sesión del 14 de ídem; Diario núm. 10, sesión del 15 de ídem; Diario núm. 11, sesión del 17 de ídem, y Diario núm. 12, sesión del 18 de ídem.)

El Sr. Sagasta tiene la palabra para consumir el segundo turno en contra.

El Sr. SAGASTA: Creía yo, Sres. Diputados, que después de la gran participación que por espacio de tanto tiempo he tenido en los asuntos públicos; que después de la política que en momentos solemnes tuve la honra de iniciar, para seguirla más tarde con más constancia que fortuna; que después de los sacrificios que al efecto he exigido a mis amigos, y de la abnegación y patriotismo con que por ellos he sido secundado, dispensándome así una confianza que pocos hombres políticos han tenido la suerte de alcanzar ni en este ni en otros países; creía yo, repito, Sres. Diputados, que había llegado para mí el momento de esperar, y esperar y no discutir era lo que me proponía hacer en esta segunda y tardía legislatura; pero mis dignos compañeros, desatendiendo mis indicaciones, me han impuesto el deber de consumir un turno en este debate, y a consumirlo voy en efecto, aunque con el temor, ¡qué digo con el temor! Con la seguridad, no ya sólo de no corresponder a la pública expectación, sino de defraudar las esperanzas hasta de aquellos mismos a quienes al hacer aquí uso de la palabra deseaba vivamente complacer. Es tal, Sres. Diputados, la íntima convicción que abrigo de que en este momento la mejor palabra mía es la que está por decir, que, lo confieso sin rebozo, lo digo con desnuda ingenuidad, Sres. Diputados, no sé por dónde empezar. Y no es esto, no, un recurso oratorio; es que vengo a la pelea sin fe y sin esperanza; es que donde quiera que dirijo los ojos, no veo para nosotros más que esterilidad.

Si es inútil acudir al cuerpo electoral, porque el cuerpo electoral está secuestrado por el Gobierno; si son ineficaces las discusiones parlamentarias, porque las discusiones parlamentarias quedan ahogadas con los votos de una inmensa mayoría, ¿qué hacer y qué decir? Y sobre todo, ¿qué he de hacer y qué he de decir yo, después de lo que ya he dicho y he hecho, dada mi situación especial, dados mis antecedentes, dados mis compromisos, y sobre todo, dados los compromisos que a otros he hecho contraer? El mejor orador del mundo se encontraría tan cohibido y tan embarazado como me encuentro yo.

¿He de molestar vuestra atención, Sres. Diputados, haciendo declaraciones respecto de la política, de la conducta, de la actitud del partido en cuyo nombre tengo la honra de dirigir la palabra al Congreso? Las he hecho tantas veces, que sería de todo punto innece- [221] sario repetirlas; y además, nadie ignora lo que somos ni a dónde vamos. Todo el mundo sabe que con la integridad de nuestros principios aspirábamos virilmente al poder como aspiran los partidos grandes y formales, sin mendigarlo, sin solicitarlo siquiera, persuadidos como estamos de que de derecho nos corresponde. No necesitamos, pues, exponer nuevos programas ni hacer nuevas declaraciones; claras son nuestras teorías, expuestos están nuestros procedimientos, conocidos son nuestros ideales; manifestarlos de nuevo, sería perder inútilmente un tiempo precioso que urge aprovechar, no tanto para combatir a un Gobierno que hace ya mucho tiempo no vive más que la vida de las instituciones y a costa de los altos intereses del país, sino para presentar y para exponer la verdadera situación en que nos encontramos y los peligros que natural y lógicamente se desprenden de esta situación.

¿He de entrar en el examen de la política del partido conservador desde la restauración; de sus errores en el presente, de los peligros que entraña para el porvenir, demostrado ya que ha cerrado el camino a toda manifestación liberal, abriendo al mismo tiempo de par en par todas las puertas a la reacción política, que ha violentado el voto electoral, que ha rebajado la dignidad de la conciencia, que ha establecido las categorías de ciudadanos legales e ilegales, que nos ha impuesto, en fin, una situación tan opresora como consiente el estado social en que vivimos? Hace mucho tiempo, señores, que en nombre del derecho, que en nombre de la libertad, que en nombre de la dignidad de la conciencia, que en nombre del respeto a la opinión pública, venimos estérilmente desempeñando esta tarea, habiendo sido tema constante de nuestros desoídos discursos en legislaturas anteriores el examen de los hechos, el estudio de los males y el análisis de los vicios que el país lamenta, y el presentimiento de peligros que sobrevienen. Es, pues, inútil que yo vuelva sobre estos puntos, con tanta mayor razón cuanto que los dignos compañeros que me han precedido en el uso de la palabra en este debate lo han hecho con gran fortuna y con una elocuencia que a mí, ni aun en momentos más favorables que los que en la actualidad me rodean, me sería nunca dado alcanzar.

¿He de criticar siquiera el discurso que el Ministerio ha puesto en labios de S. M., que más que mensaje de la Corona parece artículo de periódico redactado por aprendiz de periodista agradecido? (Risas.) Aparte de los desmesurados elogios que el Ministerio tiene el mal gusto de atribuirse en ese documento, el más largo, el más monstruoso, el peor de cuantos de esta índole han discutido las Cortes españolas, y de la arrogancia con que entra en comparación con los demás Gobiernos de Europa para deducir la peregrina consecuencia de que el Gabinete español es no sólo el mejor de cuantos ha habido en España, sino el mejor del mundo, y que, por lo tanto, sólo en España hay libertad, sólo en España hay orden, sólo en España funcionan regularmente los Poderes públicos, siendo los demás países a los cuales no alcanza el dominio del Ministerio español, unos desdichados que no pueden compararse con el nuestro; aparte, repito, de los desmesurados elogios que el Ministerio tiene el mal gusto de propinarse, la lectura de ese documento, sobre todo recordando lo que por todas partes se ve y se siente, produce una impresión desgarradora, la impresión de que después de tanto tiempo de un Gobierno tan aplaudido por sí mismo, llamado por sí mismo el Gobierno de los éxitos, está todo por hacer, y la administración y la Hacienda están tan mal como lo estaban antes de ser gobernadas por vosotros, y tan mal como lo estaban cuando el país se hallaba asolado por tres guerras fratricidas.

El estado de la administración ha llegado a tal extremo, que para no escandalizar al mundo con sus torpes resultados ha sido preciso acudir al singular artificio de llamar irregularidades a los delitos; y pareciendo todavía demasiado fuerte tanta y tanta irregularidad, se le ha ocurrido a un ilustre personaje de esta situación la idea peregrina de llamar a los delitos que en la administración se cometen, no ya irregularidades, que eso era demasiado fuerte, sino distracciones. (Risas.) ¡Distraído se necesita estar de veras para llamar distracciones a los escándalos, a las falsificaciones, a los robos con aterradora frecuencia un día y otro día cometidos! De modo, señores, que un desgraciado que aguijoneado por el hambre de sus hijos salta la cerca de un huerto y se lleva una col, es un ladrón, y como a tal se le persigue, y como tal le juzgan y le condenan los tribunales; pero un empleado de la administración abusa indignamente de su cargo, no ya para dar de comer a sus hambrientos hijos, sino quizá para escandalizar con su insolente lujo, llevándose el costoso trabajo del contribuyente, y ese no es más que un distraído. (Risas.) Y no se diga que en todas las situaciones ha habido empleados que han faltado a sus deberes, porque eso nadie lo pone en duda ni nadie puede evitarlo; pero cuando eso va en aumento en una situación de tan larga normalidad como ésta; cuando eso se repite con la frecuencia que ahora; cuando en lugar de ser una rara excepción se va convirtiendo en regla general, ¡ah, señores! Eso varía, eso tiene una triste significación; no se trata ya de un miembro que pudiera estar enfermo en un cuerpo sano; eso significa que no son hechos casuales ni aislados, sino que son manifestaciones naturales de un vicio de origen; son efectos también naturales de una enfermedad orgánica; de una enfermedad orgánica que no se remedia ya con paliativos; de una enfermedad orgánica que no se cura ya atacando sólo los síntomas, sino depurando organización tan viciosa. Hay, pues, que depurar la administración de los vicios de que está infestada, contra vuestra voluntad sin duda, pero por vuestra negligencia o por vuestra ineptitud. Pues si hay que depurar la administración, no sois vosotros, en cuyas manos a pesar vuestro se ha inficionado, los llamados a hacerlo: a manos más expertas y a más hábiles doctores hay que confiar su remedio.

No es mejor el estado de la Hacienda que el estado de la administración, a pesar de la seductora pintura que de ella nos hizo el Sr. Ministro de Hacienda en sus magníficos ditirambos sobre la marcha ascendente y progresiva de nuestras rentas, sobre el estado desahogado y floreciente del Tesoro. Según el Sr. Cos-Gayón, la Hacienda se encuentra en un estado de prosperidad tal, que no hay más que ver los ingresos: nuestros compromisos van desapareciendo como la nieve ante los rayos del sol: nuestro Tesoro está repleto de dinero.

Yo, al oír esto, Sres. Diputados, y al considerar lo que pasa y lo que se ve, y al tener en cuenta que nadie se ha dado cuenta de tal abundancia, que cada día aumentan más las cargas del Estado y la angustia del apurado contribuyente, no podía menos de acordarme de la situación desdichada en que se encontraba cierto cuerpo de ejército en campaña. Se veía en tan [222] angustiosa situación, pasaba por tan grandes penalidades, que le era imposible continuar las operaciones por falta de dinero. En aquel estado recibe la noticia, que corre como un rayo por todas sus filas, que ha llegado a casa del general un intendente con fondos: soldados, jefes y oficiales, todos corren presurosos y rodeando la casa gritan: "viva el general; ya tenemos dinero, ya ha venido dinero. " El general se apercibe por el intendente de que todo el dinero que éste llevaba era poco más de 1.000 duros, y dice: "pues con esto no tengo para empezar, con esto no tengo para salir de apuros. " Entonces el intendente replica: "pues si con este dinero no podemos salir de tan apurada situación, nosotros que también tenemos apuros personales podemos repartírnosle a cuenta de nuestros atrasos. " Al general le pareció bien la idea, y se distribuyeron aquella cantidad. Pero como la algazara y el griterío de los soldados continuaban, el general salió al balcón y dijo: "hijos míos, es verdad que ha venido dinero: " "viva el general, " contestan los de abajo: "pero es verdad también que ha sido distribuido: lo que tiene es que sois insaciables. " Pues eso pasa con el Sr. Ministro de Hacienda: mucha prosperidad, mucha bienandanza, mucho dinero; pero como los contribuyentes y los acreedores no lo conocen, son para el Sr. Ministro de Hacienda verdaderamente insaciables.

¿Cómo he de negar yo que las rentas han tenido su crecimiento natural? ¿Cómo he de negar yo que se va entrando en cierta normalidad? ¿Pero tiene que atribuirse toda al Gobierno?

¡Cosa singular! Las revoluciones tienen sus inconvenientes y tienen sus ventajas: cuando se trata de sus inconvenientes toda la responsabilidad es para nosotros; cuando se trata de sus ventajas, toda la gloria es para vosotros. Si; tienen las rentas su incremento, tiene cierta normalidad la Hacienda; pero más que a vuestras gestiones son debidos esos resultados a nuestras leyes. Desarrollando la riqueza y la producción han podido dar mayores frutos de los que vosotros habéis obtenido.

La revolución, claro está, como toda perturbación política, trae consigo como consecuencia inmediata una perturbación en todos los ramos de la administración del país, pero después puede traer grandes beneficios. Ya que nosotros los liberales, que tan incapaces somos para gobernar, según decís, no hacemos nunca más que tocar los inconvenientes de la revolución para que vosotros recojáis las ventajas, por lo menos sed agradecidos con ella. ¿Qué sería de este país si no fuera por las leyes hechas por los partidos liberales? La misma revolución de que S. S. se arrepentía ayer, señor Presidente del Consejo, ha traído muchos bienes a nuestro país, y S. S. no debía arrepentirse de haber contribuido a hacerla. Su señoría se arrepiente; sea enhorabuena; que cada uno es dueño de tirar sus compromisos por la ventana cuando lo tenga por conveniente; pero no venga a atacarnos a nosotros suponiendo una falta el que ni nos hayamos arrepentido de la participación que pudiéramos tener en aquella revolución, ni de la que hayamos tenido en otras en las cuales dice S. S. que hemos encanecido.

¡Ah, Sr. Presidente del Consejo! Bien está que S. S. se haya arrepentido de la revolución de 1854; pero ¿es que después no ha reincidido S. S.? pero ¿es que después no ha cometido ese mismo pecado de que se arrepentía ayer? Su señoría se explicaba su participación en la revolución de 1854 porque era joven, a pesar de que tenía ya bien completo el uso de su razón. Claro está que S. S. era joven, y pase que S. S. se arrepienta de aquella revolución; pero ¿es que no ha tenido participación en otras revoluciones? ¿es que S. S. ha sido irreconciliable con la revolución de 1868? ¿lo era S. S. cuando tomaba parte en los actos de aquella revolución, hasta el punto de votar nada menos que para la elección del Rey? Su señoría votó en blanco, pero votó, tomó parte en la votación, aceptó por consiguiente, como un hecho legal la vacante del Trono.

El Sr. PRESIDENTE: Orden Sres. Diputados.

El Sr. SAGASTA: No sólo tomó parte en aquella votación, sino que S. S. reconoció, y ha reconocido varias veces, que la única legitimidad de los Reyes en los tiempos que corremos es el éxito. Después S. S. disolvió el pequeño grupo que capitaneaba, y hasta dio a la revolución un Ministro salido del mismo. Y no quiero hablar nada de aquella exposición que S. S. suscribió, si no redactó, a propósito de la dinastía y de Don Amadeo I, porque de eso se trató ya en otra ocasión y todos los Sres. Diputados recuerdan que S. S., quedó convicto.

Pero prescindiendo de esto, ¿no ha tomado después parte S. S. en otras revoluciones? Pues qué, ¿no había en este país un Gobierno verdaderamente conservador, que se ocupaba única y exclusivamente de regenerar el país y de reorganizar el ejército, luchando a brazo partido con la demagogia y teniendo enfrente al carlismo? ¿Y qué hacía S. S. entre tanto? Conspirar, y nada más que conspirar.

No nos eche, pues, en cara el Sr. Presidente del Consejo de Ministros la participación que hayamos tenido en las perturbaciones y en las convulsiones a que ha estado expuesto este país; que al fin y al cabo resulta que S. S. ha tomado más parte que yo en los pronunciamientos y en las revoluciones. Yo no he tomado parte más que en una, y lejos de arrepentirme de ellos, declaro que si cien veces me encontrara en igual caso, cien veces haría lo mismo.

Pero volviendo a la cuestión que había empezado a tratar, debo oponer a la poesía del Sr. Cos-Gayon la prosa de la realidad. La realidad nos dice que las obras públicas se encuentran en un estado lamentable, que el déficit aumenta cada año, que los compromisos que tenemos por los intereses de las deudas no decrecen, que el acosado contribuyente está cada día más aguijoneado por el fisco, y que después de todo hay que aumentar contribuciones antes que perfeccionar las existentes ¡Aumentar las contribuciones en un país en el cual la propiedad paga ya por término medio el 25 por 100 de sus rendimientos! (Rumores.) Ya sé que hay algunos que pagan hasta el 70. ¡Aumentar contribuciones en un país arruinado por insoportables gravámenes, en un país en que va desapareciendo la pequeña propiedad, nervio de las Naciones, porque se cuentan por millares las fincas que mensualmente se subastan para pago de contribuciones y las que se declaran en quiebra de las desamortizadas! ¡Ah! ¡buen porvenir ofrecéis, después de seis años de mando tranquilo, al pobre contribuyente!

Pero no es más halagüeño el que ofrecéis a los acreedores del Estado. Cuando todos estábamos persuadidos por las declaraciones que el Sr. Ministro de Hacienda hizo en la legislatura anterior, de la suerte que estaba reservada a las diferentes clases de deuda, nos sorprende el discurso de la Corona con nuevos y opuestos puntos de vista. Constantemente nos dijo entonces el Sr. Mi- [223] nistro de Hacienda que su programa era el respeto más profundo a las leyes de 1876 y a todas las posteriores, cuyo cumplimiento no iba a ofrecer ninguna dificultad, porque sólo el aumento progresivo de las rentas bastaba y sobraba para llenar los compromisos que nos trajera el cumplimiento de aquellas leyes. Pues en vez de confirmar esto, se dice ahora lo contrario en el discurso de la Corona, envolviendo todas las cuestiones en incógnitas peligrosas que llevan la intranquilidad a los que tienen confiada su fortuna al crédito público. Después de tanto tiempo resulta que para los acreedores no hay más que promesas que nunca tienen completo cumplimiento, y al pobre contribuyente se le dice: pagas poco; te quejas de vicio; tienes que pagar más. Pues si todo está por hacer; si la administración se encuentra en un estado tan deplorable; si la Hacienda se ve envuelta en tantas y tan grandes dificultades; si el crédito nacional no ha podido todavía reponerse; si no habéis podido todavía presentar un presupuesto de verdad, y tan claro que todo el mundo pueda estudiar y entender; si llegara un día que hasta el orden y la tranquilidad pública se alterasen por efecto de la inmoralidad política y de la anarquía económica, puesto que colocado en esa fatal pendiente pudiera llegar el caso de que la miseria pública hiciera imposible hasta el orden material, ¿qué habéis hecho durante vuestra larga dominación para evitar este conflicto? ¡Ah! Buenos son los Gobiernos largos; pero cuando son buenos; que cuando son malos, su duración contribuye a aumentar y a hacer crónicos los males, haciendo imposible su curación.

Yo no debo hablar de la cuestión de las provincias de Ultramar. Para aquellas provincias, una vez que son provincias de la Monarquía española, no queremos nosotros nada que sea inconveniente para sus hermanas las de la Península; pero tampoco queremos nada para sus hermanas de la Península que pueda ser inconveniente para ellas, y queremos que se cumplan los compromisos que el Gobierno tiene con ellas contraídos. Eso no sucederá mientras no regularicéis aquella Hacienda, mientras no ordenéis y moralicéis aquella administración, administración y Hacienda que no están allí mejor que aquí, y mientras no llevéis allí todas las reformas que han de ser el complemento del cambio político que allí se ha realizado. Sin embargo, tenéis el atrevimiento de decir que ya está hecho todo en aquellas provincias. Sobre esto se inaugurará un debate especial dentro de poco tiempo, y los representantes de aquel país os dirán que no habéis hecho ni con mucho lo que aquellas provincias tenían el deber de esperar.

También he de decir muy poco de la política exterior, porque como yo no he creído los rumores que se atribuían al Sr. Presidente del Consejo de Ministros, relativos a no sé qué planes, a no sé qué inteligencias o alianzas con no sé qué Gobiernos extranjeros, y como por otra parte doy por buena la respuesta que dio S. S. a la indicación que sobre este punto hizo en su brillante discurso mi distinguido amigo el señor León y Castillo, nada tengo que decir que no sea celebrar que nuestras relaciones con todas las demás Potencias sean cordiales, y deseo que no se haga nada para que directa ni indirectamente se rompa ni se entibie con ninguna esta cordialidad que deseamos igualmente para todas, mientras alguna no nos dé motivos para lo contrario. Fortifiquemos nuestra relación económica, tengamos bien provistos nuestros parques y nuestros arsenales financieros; y cuando la situación económica, y cuando la Hacienda de España esté bien desahogada, pensaremos lo que conviene a la importancia y a la dignidad de España en el exterior. Entre tanto, no nos metamos en libros de caballería, y cuide el Sr. Presidente del Consejo de Ministros de aconsejar más prudencia en este punto a los periódicos ministeriales; que no se compagina bien la inteligencia que nuestro Gobierno tiene y que sin duda desea conservar con una Nación muy importante, con la descortesía con que suelen tratarla periódicos que reciben sus inspiraciones.

Pero no quiero, Sres. Diputados, seguir tratando estas cosas; no quiero examinar la política del Gobierno; no quiero demostrar que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros no ha tenido nunca más que una política menuda, de habilidades, de pequeñas intrigas, que en lo político como en lo económico no ha tenido jamás un procedimiento de altas miras, no ha tenido nunca pensamiento fijo, no ha tenido nunca ni aun los impulsos de la fe y del convencimiento propios de un hombre de Estado. En lo económico, lo prueba que el presupuesto de mi distinguido amigo el Sr. Camacho ha constituido todos vuestros recursos; y en lo político, lo prueba igualmente el que lo mismo busca S. S. el concurso de mi distinguido amigo y correligionario Sr. Alonso Martínez que el concurso del Sr. Pidal.

¿Podrá llamarse un convencido, podrá llamarse hombre de Estado, un gobernante que presenta hoy la ley de enseñanza y mañana la retira; un Presidente del Consejo de Ministros que cree hoy que los generales Martínez Campos y Jovellar son unos héroes, y mañana cree que son unos simples mortales; un Gobierno que expide circulares tan airadas como la de los sermones en vascuence, y luego se resigna a que sin satisfacción, sin condición de ninguna especie, el P. Garagarza vuelva a su iglesia a predicar lo mismo que predicaba antes? Eso no es ser un hombre convencido, eso no es ser un hombre de gobierno, eso no es tener presentes ante todo las necesidades del Estado.

Pero no quiero meterme en vuestra Hacienda, ni quiero extenderme respecto de vuestra administración; nada de eso; porque yo hoy, en vez de atacar al Gobierno, quisiera ser ministerial; me cuesta un poco trabajo, pero quisiera ser ministerial; porque aun cuando los resultados de la política del Gobierno fueran buenos, aunque su administración estuviera perfectamente moralizada, aunque la Hacienda marchara con gran desahogo, aunque los procedimientos de gobierno fueran perfectos, su permanencia en el poder basta y sobra para poner en peligro las altas instituciones y los altos intereses del Estado.

Señores, gobernar es dar satisfacción a las necesidades públicas que cada periodo político ofrece. Además de las necesidades ordinarias, cuya satisfacción constituye la vida normal del Estado, hay en cada época una necesidad culminante, esencial, ineludible, de cuya satisfacción depende la satisfacción de los demás, y a ella deben, por consiguiente, quedar todas las demás subordinadas. Satisfacer oportunamente esta necesidad es gobernar bien; y sorprenderla con perspicacia en su origen y seguirla con atención en su desenvolvimiento y prepararse a dar la satisfacción en el instante que ha llegado a su madurez, es, no sólo gobernar bien, sino dar pruebas de ser lo que aquí y en todas partes se llama un hombre de Estado. En el período de revoluciones y de revueltas, por ejemplo, la necesidad ineludible, la necesidad que hay que satisfacer con [224] preferencia a todas las demás es la paz y el orden. Podrá el Gobierno atender entonces con grande solicitud a la satisfacción de las necesidades ordinarias de la vida pública; podrá presentar una administración perfectamente organizada, una Hacienda perfectamente establecida; una justicia recta, independiente y sin trabas; pero si no da oportunamente satisfacción a la necesidad culminante, a la necesidad de aquel período político, a pesar de la buena administración, de la excelente Hacienda y de la recta justicia, la guerra crecerá y al fin y al cabo dará al traste con la administración, con la Hacienda, con la justicia, con las instituciones y con el Estado. Lo que hay que hacer en este caso es, cuidando de atender en lo posible las necesidades ordinarias del Estado, atender ante todo y sobre todo en primer término, y si es necesario posponiendo las demás necesidades del país, a la necesidad culminante, la necesidad de aquel momento; pues los períodos de paz ofrecen también sus necesidades ineludibles, en cuya oportuna satisfacción estriba su exacta normalidad. No quiero citar ninguno de los muchos períodos políticos que nuestra historia nos ofrece, en que por haberse desatendido esas necesidades culminantes, ha venido y viene envuelta esta pobre Nación en una serie de revoluciones y de reacciones, que la han empobrecido y aniquilado; pero creo que, sin temor de que al ver la analogía que existe entre el período que yo cite y el que hoy estamos atravesando se dé a mis palabras una intención que no tienen, que están muy lejos de tener, que no está en mi ánimo, y que es contraria a mi propósito, a mis actos y a mi carácter, creo que puedo citar sin temor, repito, la segunda época del gobierno del general O'Donnell.

Este insigne general había regido los destinos del país por espacio de dos años, período largo para lo que entonces se acostumbraba; y en verdad que lo había hecho con fortuna. No había pasado mucho tiempo de haber dejado el poder, cuando fue por segunda vez llamado a los Consejos de la Corona. A pesar de que aquel insigne general llevaba en esta segunda época al Gobierno los mismos propósitos que con tan buena fortuna en la primera realizara; a pesar de que se valió de los mismos hombres, y utilizó los mismos elementos, y a pesar de que llevaba la experiencia, el crédito y hasta el brillo en la primera época conquistado, no pudo hacer en la segunda lo que en la primera hiciera. Su paso por el Ministerio fue una serie no interrumpida de dificultades y de escollos; cargado de laureles militares, y con el prestigio de la victoria, coronado con la gloria que da el triunfo conquistado en defensa de la honra de la Patria ultrajada, sufrió la honda amargura de ver escapársele de las manos y salirse de los cuarteles aquellos mismos soldados que había llevado a la victoria en los campos de batalla. ¿Es que el general O'Donell no llevaba al Gobierno en la segunda época los mismos nobles propósitos que en la primera? No fue eso; fue que al general O'Donell ya no le bastaba en aquella época dar completa satisfacción a las necesidades ordinarias de la vida de los pueblos; fue que quedaba en pie una dificultad que dominaba todas las demás dificultades, una necesidad ineludible que el general O'Donell no sólo no podía satisfacer, sino que contrariaba en absoluto con su presencia en el poder.

Dejando esto, porque tengo miedo de que en la analogía de unos y otros períodos de nuestra historia con este que atravesamos se quiera ver una cosa que yo no intento ni quiero, y pasando la vista por la historia de otros pueblos, me encuentro mil ejemplos, mil casos concretos que vienen en su apoyo y que no he de referir por no hacerme prolijo, deseoso como estoy de ser brevísimo en este debate, ya que no he podido permanecer mucho. Pero sin citar casos concretos, ¿qué pasa, señores, en los países regidos por instituciones semejantes a las que rigen en el nuestro? Sobre todo, ¿qué pasa en Inglaterra, de cuyas instituciones se pretende tomar con demasiada frecuencia lo que tienen de anómalo y no puede ser aplicable a la sociedad española, mientras se desprecia aquello que por lo natural y sencillo tiene aplicación en cualquier lugar, en cualquier circunstancia y en todo tiempo? ¿Qué pasa, señores? Pues uno de los partidos militantes está en posesión del poder; gobierna a maravilla; satisface de una manera cumplida todas las necesidades ordinarias del organismo político y social; la administración y la Hacienda marchan con facilidad; no hay nada que se oponga al paso majestuoso de la justicia; el ciudadano tiene garantidos todos, absolutamente todos sus derechos; la libertad se deja sentir en todas sus manifestaciones; el orden es admirable, el bienestar general. Sin embargo, en medio de esta felicidad el partido de la oposición proclama una idea, la idea crece, se extiende, encarna en la opinión, la opinión la toma como suya y la desenvuelve en forma de petición como una necesidad común; el partido dominante entonces, que ha visto nacer la necesidad y que la ha seguido en su crecimiento, prescindiendo de mayoría y de minoría, deja el poder al partido que la proclama para dar una satisfacción al país que el partido dominante no puede ni debe dar.

Todavía hay más: cuando el partido dominante no cree, como el de la oposición, que ha llegado el momento de realizar una idea, no deja el poder en la duda; pero por respeto a la opinión prescinde también de mayoría y minoría, disuelve los Parlamentos en la parte que se pueden disolver y apela al país para que el país libérrimamente venga a resolver en definitiva quién, si el Gobierno o la oposición de S. M., están en lo cierto. ¿Es que allí el partido dominante prescinde del apoyo de la Corona, del apoyo de las Cortes y deja el poder sólo por razones de cansancio? No; lo deja porque sabe que desde aquel momento ya no puede conservarlo, porque sabe que desde entonces todo lo que antes eran facilidades para gobernar se habrían de convertir en dificultades insuperables, porque sabe que sus esfuerzos en el Gobierno serían de todo punto estériles, porque sabe, en fin, que su permanencia en el poder, siendo obstáculo a la satisfacción de esa idea sentida en la opinión, traería grandes perjuicios a las instituciones, en cuyo nombre había estado gobernando hasta entonces y podrá seguir gobernando más adelante, a la vez que grandes peligros para la Patria.

A esta nobleza de carácter, a esta fijeza de principios, a este respeto y regularidad con que allí se practica el turno de los partidos en el poder, a esta abnegación y patriotismo que en tan alto grado tienen los hombres de Estado que dirigen los partidos en Inglaterra, se debe principalmente el natural desenvolvimiento que allí tienen las instituciones representativas.

Ahora bien, Sres. Diputados, ¿habrá alguno tan ciego que no vea que en España en este período político hay una necesidad esencial, ineludible, de cuya satisfacción depende la ordenada distribución de las fuerzas políticas del país, la vida regular de los partidos militantes, el afianzamiento de las instituciones y el [225] porvenir de la Patria? ¡Ah, no! No puede haber nadie que desconozca que en la atmósfera política flota una idea que domina todas las ideas, que en el ambiente que se respira se siente una necesidad que domina todas las necesidades, que de tal manera preocupa y embarga los ánimos que todo lo demás, hasta lo más importante, se ve con una indiferencia glacial, con un profundo escepticismo. Por eso, Sres. Diputados, por eso ni mayoría ni minorías luchamos con entusiasmo por una idea especial; por eso no apasionan ni siquiera interesan al país las cuestiones políticas; por eso todos estamos perezosos para asistir a estos trabajos parlamentarios, y por eso no habéis tenido ni siquiera la mitad más uno para la elección presidencial, resultando que nuestro Presidente está ocupando ese puesto, no por la mayoría del Congreso, sino por la minoría; por eso cuando el Sr. Presidente dirigió la palabra al Congreso, acto que excita siempre la mayor curiosidad, estaban tan vacíos los escaños y las tribunas del Congreso que apenas pudo ser oído más que de los taquígrafos y los porteros; por eso el Parlamento vive una vida de aislamiento, como si la Cámara fuera una rueda extraña al mecanismo constitucional del país; por eso nadie se daba prisa a conocer lo que vosotros habéis puesto en boca de S. M. al abrir las Cortes; por eso cuando impreso se iba vendiendo por las calles, el anuncio de su venta se oía con la misma indiferencia con que se hubiera oído anunciar la venta del más vulgar romance; por eso el partido conservador, aunque ocupa el poder, ya no gobierna, no hace más que encontrar dificultades, no hace más que marchar por un camino lleno de abrojos; por eso está tan intranquilo y receloso, y los demás partidos tan desesperados y descreídos, que quizá mañana nadie se halle en su puesto, y todos, vosotros y nosotros, conservadores y liberales, nos veamos precisados a defender una idea contraria a la que con honrada convicción y con sincero patriotismo nos propusimos defender.

Seis años ha que el Rey D. Alfonso XII ocupa el Trono de las Españas, y todavía no se sabe de una manera indudable cuál es el carácter y cuáles son los propósitos de la restauración; todavía no se sabe si la restauración española podría resultar parecida a la restauración de los Estuardos en Inglaterra y de los Borbones en Francia. ¿Es posible tener a los partidos y al país bajo la pesadumbre de semejante duda? Sentía a la sazón el país tal ansia de orden y de paz; deseaba tan vivamente conservar las libertades que a costa de tantos sacrificios había conquistado; anhelaba de tal modo desenvolver los elementos de vida, de producción y de riqueza, que nada habría sido más fácil que hacer en el principio la alianza definitiva entre los dos grandes partidos que a la sazón tenían dividida la sociedad, satisfaciendo al uno con el símbolo de la Monarquía y al otro con el respeto a la obra que por el influjo de las ideas liberales se había hecho. Esta y no otra debió ser la noble empresa de la restauración española; éste y no otro debió ser el noble propósito de los hombres de Estado si querían cerrar para siempre la puerta a todas las aventuras, si querían conservar la libertad, si querían afianzar el orden, si querían consolidar el Trono, si querían, en fin, dar al país leyes e instituciones que tuvieran bastante flexibilidad para que a la par fuesen bastante sólidas y bastante flexibles para que permitieran desenvolverse todas las ideas y todos los intereses en medio de la confianza y en el seno de la paz.

Pero los tiempos pasan, las halagüeñas esperanzas que al principio se concibieron van una a una marchitándose, el risueño porvenir que se entreveía se oscurece, los bellos celajes de deslumbrantes colores que venían a iluminar el ánimo de los más desconfiados se han convertido en nubes que oprimen el corazón de los más optimistas; la luna de miel de la restauración, como ha dicho un querido amigo mío, está ya cerca de su ocaso, y todo por culpa del Gobierno, que atento sólo a conservar el poder, no ha dado un sólo paso en el camino que dirige a poner a salvo de todo ataque a las altas instituciones, dando lugar a que en seis años de peregrinación, trasponiendo horizonte tras horizonte sin llegar nunca al límite del desierto, los espíritus liberales, sin esperanza y sin aliento, se dejan caer ya cansados en medio del camino.

Seis años de gobierno dentro de las felices condiciones en que pudo haberse colocado el actual, no sólo no son un largo período, sino que le consideramos como muy corto. ¡Felices las Naciones, felices los pueblos que tienen sus instituciones asentadas sobre tan sólidas bases que pueden perpetuar por largos años el poder en sus Gobiernos! ¡Felices mil veces las Naciones y los pueblos en los cuales el cuerpo electoral infunde tal respeto, que ante las manifestaciones del mismo todas las influencias callan y se disipan todas las tempestades!

Seis años de gobierno precisamente del principio de la restauración, cuando era fácil realizar la unión entre vencedores y vencidos, dada la actitud patriótica de los últimos, cuando éstos podían tener dudas respecto de su carácter y de sus propósitos, cuando la historia nos está diciendo con repetición que no siempre ha estado expedito y abierto para todos el palenque de las opiniones, cuando hay fuerzas importantes en el país que sostienen esta idea como esperanza de su triunfo, no sólo nos parece un período largo, sino que nos parece, como parece a toda persona sensata y a todo aquel que todavía encierra en su pecho un átomo de patriotismo, un período absurdo y torpemente dilatado. La necesidad urgente de una sociedad que en semejante caso se encuentra, es hacer la prueba inmediata, real, tangible, de que aquellas dudas son infundadas y de que nada tienen que ver los hechos de la historia presente con las de la historia pasada.

Yo no he de escatimaros los servicios que hayáis podido prestar a las instituciones; pero os he de decir con toda lisura que con vuestra permanencia en el poder les estáis causando mucho mayor daño que el beneficio que de vuestros servicios anteriores han reportado. Os fundáis o queréis fundar vuestra conducta en la confianza de la Corona y en el apoyo de la mayoría. ¡Ah, cuánto abusáis de la confianza de la Corona y del apoyo de la mayoría! Sostuvo el Sr. Presidente del Consejo de Ministros en una novísima teoría constitucional que el otro día nos inventó, que mientras un Ministerio tenga la confianza de la Corona no debe dejar el poder, y no reparó S. S. en que el primer hecho de responsabilidad para el Ministerio nace de su propia existencia, y en que esta existencia pudiera ser un inconveniente, pudiera llegar a ser peligrosa a las instituciones y al país, como desgraciadamente sucede hoy en España, y el primer deber de todo Ministerio en este caso es dejar el puesto con la confianza o sin la confianza de la Corona para que vengan a ocuparlo los hombres que a la sazón puedan ser escudo de las instituciones y eficaz garantía del orden público. [226]

Con tan peregrina teoría quebrantáis por su base el dogma de la irresponsabilidad del Monarca, pues desde el momento en que un Ministerio no debe dejar el poder teniendo la confianza de la Corona, nace sin poderlo remediar la responsabilidad de haberla otorgado. En este caso, señores, en este caso en que nos encontramos. ¡Qué gravedad tan grande contiene esa doctrina del Sr. Presidente del Consejo de Ministros! Esta mayoría nos ha de ser siempre hostil, no ha de creer nunca que ha llegado el momento de que el partido conservador deje el poder. (Un Sr. Diputado; Algunos lo creen.) Hablo de la masa de la mayoría: hay algunos que lo creen, es verdad, pero luego votan con el Gobierno. Me parece a mí que esta mayoría no ha de creer nunca que ha llegado el momento de que el partido conservador deje el poder y que lo ocupe el partido liberal. Pues bien; dada la situación en que están las cosas, ¿me queréis, en confianza, aquí que nadie nos oye, me queréis decir si ese Gobierno hace las elecciones (debe hacerlas porque seguirá apoyado por la mayoría), si no nos ha de volver a traer esta misma mayoría u otra muy parecida? ¿Me lo queréis decir en confianza? Y si no me lo queréis decir, yo no tengo duda ninguna, porque yo no dudo que el Ministerio, secuestrado como tiene el cuerpo electoral, ha de traer esta mayoría u otra muy parecida, que seguirá diciendo que bien está San Pedro en Roma, que bien está el poder en manos del partido conservador, que no debe ir el poder al partido liberal.

Pues bien, señores Diputados, dos prerrogativas, la una Real, la otra parlamentaria, son las que deciden de la entrada y la permanencia de los partidos en el poder. Pues resulta de esto (por el estado del cuerpo electoral) que de las dos prerrogativas con que todos los partidos cuentan en el sistema representativo para ocupar y conservar el poder, no contamos nosotros más que con una; de modo que en realidad no tenemos más que la mitad de los medios que el sistema representativo da a todos los partidos: de dos prerrogativas una, puesto que la otra nos ha de ser eternamente contraria mientras tengáis en vuestra mano los resortes para mover el cuerpo electoral.

Ahora bien, Sres. Diputados; si no queda más que la prerrogativa Real y el Sr. Presidente del Consejo de Ministros dice que mientras tenga la confianza de la Corona (que es la prerrogativa a que aludo), no puede dejar el poder, entonces resulta que única y exclusivamente depende de la prerrogativa Real la entrada o no entrada del partido liberal en el poder, y la responsabilidad de que entre o no entre. ¿Es conveniente dejar la prerrogativa Real tan escueta, tan desnuda? ¡Ah! La responsabilidad es de S. S., la responsabilidad es de ese Ministerio.

Pero todavía resulta otra cosa, y es que, según eso, el partido liberal no está dentro del sistema representativo, porque podrá haber sistema representativo en el nombre, pero para el partido liberal no lo hay, puesto que no dispone más que de la mitad de los medios que el sistema representativo da a los partidos en todos los países constitucionales: luego no estamos dentro del sistema representativo. Nos tiene el Gobierno a las puertas del sistema representativo; pero todavía le parecía eso poco al Sr. Presidente del Consejo de Ministros y ayer hasta de las puertas nos echó; nos las cerró completamente.

Al hablar de la Constitución de 1876, decía S. S. que no caben nuestros ideales dentro de la Constitución de 1876. ¿No caben los ideales de todos los partidos liberales de Europa dentro de la Constitución de 1876? ¡Ah! Todavía no era bastante detenernos ante la puerta del sistema constitucional, que nos queréis lanzar fuera de él cerrándonos aquella y diciéndonos que no cabemos dentro de la Constitución de 1876. Pero están tan ciegos el Sr. Presidente del Consejo y ese Ministerio en esto, que ayer vino a decir lo contrario de lo que aquí se sostuvo cuando la Constitución se discutió. Entonces, señores, el único inconveniente que ponían los conservadores es que era una Constitución demasiado elástica, en la cual cabían las ideas todas que estaban en la Constitución de 1869. Y afortunadamente es así, porque de otra manera no sería más que una Constitución para vuestro uso particular, como queréis sin duda alguna que lo sea, como queréis tener una Monarquía para vuestro uso particular también. Y esta teoría que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros establecía ayer, lleva también al Gobierno como llevó la misma teoría al Gobierno de González Brabo a las resistencias insensatas que no dejan de producir nunca, nunca, las mismas catástrofes a que yo quiero poner límite para siempre en mi desgraciado país. ¡El apoyo de la mayoría! ¡Ah! Pues si en todos los países en que está mejor organizado el sistema representativo y en que las mayorías parlamentarias pueden considerarse perfectamente, sin hacer esfuerzo ninguno, como manifestación de la opinión pública, raros son los Parlamentos que no son disueltos por los Ministerios que en ellos tienen mayoría, antes de llegar el término legal de su existencia, persuadidos como están los hombres políticos de la necesidad de que estén en continuo y frecuente contacto los Poderes públicos con las excitaciones de la opinión; pues si en todo, si para todo, y en todos tiempos y circunstancias, hubiéramos de atenernos a la mitad más uno de los votos; pues si para lo más grave y lo más extraordinario hubiéramos de recurrir al mecanismo de hacer las leyes; pues si el amor y hasta la indiferencia de los pueblos hacia sus altas instituciones hubieran de subordinarse a las mayorías parlamentarias, ni habría grandes cuestiones, ni serían necesarios los hombres de Estado.

Nunca ha dependido de ese mecanismo de hacer leyes el destino de los pueblos, ni jamás ha sido, ni lo es hoy, ni será nunca ese mecanismo, origen de los graves acontecimientos del mundo: si los hombres de Estado que contribuyeron a realizar la gran unidad de la Nación italiana se hubieran atenido siempre y en todo caso a las prescripciones reglamentarias, digámoslo así, del sistema monárquico-constitucional, el Rey Víctor Manuel no hubiera terminado sus días en la Ciudad Eterna, rodeado de un gran pueblo y de la admiración de Europa. Es verdad que un partido que se halla en posesión del poder, que cree, como es natural, que sus ideas son las mejores para gobernar el Estado y que encuentra o cree encontrar en la mayoría parlamentaria de que dispone el apoyo legal de la mayoría del país, trata de convencerse de que no debe dejar el poder. Pero los partidos cuando son partidos grandes tienen otra representación más alta que la de sus propios intereses y deben sacrificar las conveniencias de bandería, de amor propio, de apasionamiento de escuela, al prestigio y a la gloria de las instituciones a cuya sombra se desarrollan y viven. El partido conservador ha cometido la mayor de las faltas no haciendo, en vez de atender sólo a conservarse en el poder, todo lo que hubiera estado en su mano para que [227] la restauración española apareciese hermanada con la libertad y para que el Rey D. Alfonso XII no sólo sea, sino que parezca, el Rey de todos los españoles.

¡Qué pequeño me parece a mí el Sr. Cánovas del Castillo cuando para justificar su larga permanencia en el poder dice que lo hace por la necesidad de no abandonar a sus amigos! ¡Ah! Su señoría por no abandonar a sus amigos aísla a las instituciones y desconoce que muchas veces los deberes del hombre de Estado crecen en contradicción con los intereses de los jefes de los partidos; en cambio esos momentos críticos para los hombres públicos son los que han labrado las reputaciones de los más eminentes repúblicos. Si los países que mejor cuidan de la vida política pueden encontrar en las mayorías parlamentarias, como manifestación legal de la voluntad nacional, pueden encontrar un barómetro seguro en la oportunidad de los cambios, y aún así muchas veces tienen que buscar esa oportunidad en las altas conveniencias de las instituciones, ¿cómo hemos de sacrificar nosotros las altas conveniencias de las instituciones a las mayorías parlamentarias en un pueblo como el nuestro, cuyo cuerpo electoral se encuentra enfermo, débil y contrahecho? No. Sobre las razones de índole parlamentaria, sobre las mayorías parlamentarias, sobre el mecanismo a que se sujeta la confección de las leyes, sobre las prescripciones parlamentarias del sistema monárquico-constitucional, está la necesidad abrumadora de un cambio en el espíritu del Gobierno, que demuestre que la restauración española es sólo una etapa más en el camino del progreso y que no existe en la España monárquica de D. Alfonso XII ningún obstáculo, absolutamente ningún obstáculo, que se oponga a que la Nación española viva dentro de las instituciones más liberales, como los pueblos más afortunados de Europa.

Pero no es sólo el partido liberal, no son sólo los partidos de la oposición, no son sólo los elementos del país que no toman parte directa en la política los que reconocen que ese Gobierno ha concluido ya hace tiempo. En esa misma mayoría cunde el desaliento y la postración: el partido que le sostiene se ve postrado por su propia esterilidad y dominado por el espíritu de exclusivismo y caudillaje: el mismo Sr. Cánovas se ve tan poco y tan mal servido por sus mismos amigos, que de continuar algún tiempo en el poder, pasará una vida lánguida y sin brillo para caer más tarde de mala manera por no haber caído oportunamente. No somos nosotros, son los mismos conservadores los que cuando se sobreponen a los intereses de bandería lo conocen; y son sobre todo los hechos que en todas partes presenciamos con una evidencia de que no se puede dudar.

¿Qué significan si no esos desaires que sufre el señor Cánovas de sus más íntimos y valiosos amigos? ¿Por qué el Sr. Silvela no preside la Comisión del Mensaje? ¿Por enfermo? Afortunadamente para S. S. y para todos los que le apreciamos jamás ha tenido una salud más perfecta. (El Sr. Silvela pide la palabra para alusiones personales.) ¿Por ocupaciones? Sin duda que el Sr. Silvela, como persona de sus circunstancias y de su mérito, las tendrá muy grandes; pero en verdad, en verdad que no le veo concurrir con la asiduidad que acostumbra a las tareas parlamentarias. ¿Por pequeños disgustos o resentimientos? No es el Sr. Silvela hombre que apoye sus resoluciones graves en motivos insignificantes. No, es porque no está conforme con la política del Gobierno, porque no quiere contraer responsabilidad en aquello que puede considerar contrario a las altas instituciones del Estado y a los intereses del país.

No sé si el Sr. Silvela confirmará con sus palabras lo que yo acabo de decir: yo no le he aludido para que hable; a mí, después de lo que he dicho, me bastaba con su silencio; a quien puede interesarle romperle es a él, porque los momentos son decisivos, la responsabilidad es tremenda y cada cual verá como se salva de la que mañana por su conducta le pueda alcanzar.

Pues bien, Sres. Diputados, esa atmósfera política que por todas partes se respira, esas voces que por doquiera se escuchan, esas manifestaciones en todas partes, esa unanimidad de pareceres que entre amigos y adversarios se nota, anuncia que esta situación no puede continuar. ¿No lo cree el Ministerio así? Pues continúe en posesión del poder y ufano con la confianza de la Corona y el apoyo de la mayoría; el partido liberal, entendedlo bien, el partido liberal por sí no tiene ningún interés en que lo dejéis; que tan tarde y tan mal lo dejáis, que no es para deseado.

El partido liberal, que no tiene interés por sí para que ese Ministerio deje el poder, lo tiene, y lo tiene muy grande, por las instituciones y por el país mismo.

Por lo demás, Sres. Diputados, yo he hecho todo género de esfuerzos porque la restauración española y el partido liberal se inspiren mutuamente aquella recíproca confianza sin la cual es imposible la existencia de la Monarquía y de la libertad. Por eso he hecho todo cuanto me ha sido dable para unir la suerte de la restauración a la suerte de la libertad, a fin de que salvando la libertad no se perdiera la restauración, como otras restauraciones se perdieron. Para ello no he temido que la historia de mi vida, los sentimientos más íntimos de mi corazón y el amor inextinguible a la libertad, unido al culto de la Monarquía, fueran desconocidos, calumniados y pisoteados por los que tenían interés en llevar al partido liberal por otros derroteros. No lo han conseguido hasta ahora. Si mis esfuerzos y mis sacrificios fueran estériles por vuestra obstinación y vuestra tenacidad, yo lo veré con el alma dolorida, pero con la conciencia tranquila, porque cualesquiera que sean las vicisitudes, cualquiera que sea el destino que todos tengamos preparado, como he de caer siempre del lado de la libertad, diré entonces con la frente levantada: estoy donde estaba; si entonces obedecí a las inspiraciones del patriotismo, hoy cedo a los impulsos del deber y a los sentimientos del corazón. [228]



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